PARA ENCONTRARTE AMOR

Como la temblorosa flecha de un príncipe troyano
Que encontró su flor en el talón de Aquiles,
Así mis manos, para encontrarte a ti,
Atravesaron la columna vertebral
De este agitado continente.

Viajé lejos como el mar,
Con sus silencios y sus truenos
En sus impredecibles y vastas direcciones,
Y como el grito de un arroyo
Que brota desde el fondo de La Tierra,
Como la lluvia misma, venida de tupidos cafetales,
Así mis manos, para encontrarte a ti, amor,
Tuvieron que esquivar el aliento ponzoñoso de la espina
Que me ofrecieron los resecos corazones del camino.

Para encontrarte a ti, amor,
«Yo que no soy bueno de una manera conocida»,
Como un valeroso Heracles mitológico
O como un magnífico dios latinoamericano,
Tuve que esforzarme para frenar el ímpetu de más de una Hidra,
Fecundas multiplicadoras de cabezas… y de odios.
Tuve que esforzarme para vencer a mil leones de Nemea,
Venidos todos de la luna… desde la ira de Selene,
Y al poderoso ejército de pájaros de bronce del Estínfalo.

Para encontrarte a ti, a mor,
Yo, que soy el más humilde de los hombres,
El más pequeño, el más invisible,
El más olvidado por los dioses que conozco;
Yo, que no poseo otra armadura que mi poncho campesino,
Tejido a mano en las faldas empinadas de Los Andes;
Yo, que no tenía otro óleo sagrado ni otro perfume
Que la liturgia dulce del olor de mis montañas;
Yo, sin más estandartes que la paz de mi conciencia
Y la nutrida honradez de mis ancestros,
Para encontrarte a ti, amor,
Tuve que atravesar con una saeta de cristal
Los tres cuerpos de Gerión… con sus respectivas cabezas,
Que custodiaban con seis ojos su rebaño de bueyes y de vacas rojas.

Para encontrarte a ti, amor
Y poner al fin mis dedos en la secreta parcela de tu boca,
Esa fábula preciosa en que aprendo todavía,
Tuve que capturar al feroz toro de Creta, que solo Teseo mataría,
Al enorme jabalí de Erimanto, devorador de hombres vírgenes,
Y a la broncínea cierva de Cerinea, con su cornamenta de oro
Que Artemisa tanto anhelaba enganchar en su carroza.

Para encontrarte a ti, amor,
Y saciar al fin mi sed en tus pulidas manos de artesana,
En tus manos venidas de otra época,
De vasija cocida de barro milenario;
Tuve que cruzar una constelación de montañas afiladas
Y cabalgar sobre las cuatro yeguas de Diomedes.
Para encontrarte a ti, amor,
Me tuve que ceñir el asombroso cinturón de la virginal Hipólita,
La bella y brava reina amazona que dormía siempre con un hacha,
Y profanar el jardín de las Hespérides para ofrecerte todas sus manzanas.

Para encontrarte a ti, amor,
Y derrotar al fin la aridez de tanta noche,
La lejana y anchurosa oscuridad de tanta noche.
Ese vacío que se ve en el ojo de la gacela,
Y que solo retoña debajo de las piedras.
Ese vacío que solo se va cuando me cubres con tu larga cabellera,
Ah, el misterioso imperio donde emerge toda luz
Esa cascada de fuego donde nacen los arroyos de Atenea.

Para encontrarte a ti, amor,
Y habitar bajo el amparo de tu cuerpo,
Esa canasta de magnolias, ese puñado de espigas
Que me enseñaron la patria del abrazo;
Para encontrarte a ti, amor,
Tuve que descender como Orfeo hasta el infierno
Y apaciguar la sed y el afán del Cancerbero,
Aquel perro feroz de tres cabezas y cola de serpiente
Que no deja que los muertos salgan ni que los vivos entren
Donde madura, como una gema, toda la belleza de Perséfone.

Para encontrarte a ti, amor,
Fue necesario atravesar el umbral de mi esperanza
Con la paciencia mineral de la semilla,
Con la certeza del que suelta un enjambre de palomas.

Para encontrarte a ti, amor,
Y renacer por fin en la paz de tu sonrisa,
Solo tuve que dejar de buscarte.

Solo tuve que dejarme encontrar.


(Del libro «La Sal del Ancla», de Edilson Villa M.)

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